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ISSN 1989-4163

NUMERO 25 - SEPTIEMBRE 2011

Los Miserables (Fragmento)

Peter Cock

11.
Se habló de aquel suceso durante algún tiempo.
Bastante.
Lo justo y necesario que llenase los momentos ociosos y de aburrimiento, y siempre que otro acontecimiento no irrumpiese y lo desbancase robándole todo el protagonismo.
Porque de eso se alimentaba la psique de la Urbanización, el alma emocional, el sustento colectivo, de los sucesos, acontecimientos, dramas y tragedias de sus vecinos. De los dimes y diretes. De los comentarios. De los chismorreos. De las habladurías. De despellejar al prójimo. De pisotearle en su desgracia. De hacer leña del árbol caído. Y de cortar alguna cabeza de vez en cuando.
Porque la gente era mala.
Era muy mala.
Se refirió lo del ahorcamiento hasta lo siguiente, que ya será dicho si acaso. Y todo gracias a Povedilla, que fue el impulsor y el investigador del asunto.
Y la comidilla.
Que si era el hijo del de la botica, que se había muerto –el boticario-, enmillonado porque cuando Franco su padre –del boticario, abuelo del Municipal-, se favoreció de unos negocios buenísimos, prósperos y lucrativos después de la guerra, que delató –con supuestas verdades pero con falsos testimonios mayormente- a más de la mitad de los hombres varones en edad de merecer y que ya habían merecido, vecinos suyos, a los que dieron el paseíllo sin excepción hasta las tapias del cementerio, que todavía conservan los impactos del plomo una vez que el Concejal de Cultura y Memoria Histórica (del Grupo Independiente Local, que se hizo hueco en el Ayuntamiento en el último sufragio y que vendía su voto barato) –anexo este último que él mismo añadió al cargo-, algo rojillo,
mandó (o manduvo, que decían los finos en el pueblo) redescubrir, pues fueron cubiertos con argamasa alguna vez que tuvieron que hacer algunas reparaciones hacía ya algunos años, cuando el cacique, abuelo del actual alcalde, tenía el Consistorio, con quien los boticarios padre y abuelo compartían vida, hazañas, mujeres y secreto, lo ordenó por aquello de lavar la cara al muro y a la imagen.
Pues eso, que si se había muerto enmillonado porque después de afusilar a medio pueblo, se quedó con las tierras, bienes, y pertenencias de todos ellos por decreto ley, conchabado con el que era el alcalde designado por sí mismo, a medias todo, uno adueñándose con sangre y por la fuerza y otro con el papeleo, y que luego tras haberse follado a todas las mujeres que según los cánones de belleza y pasabilidad –cualquiera que
estuviese pasable- de la época lo merecieren, es decir, menos la tuerta y la Viuda Quiñones, que contaba, por aquel entonces con el siglo de vida y una pierna menos, que se la habían cortado por el azúcar, -y luego se quejaba de por qué a ella no, a ella no-, a través del método de la violación, la intimidación, o el convencimiento consensuado y adueñamiento de la voluntad, llegaron al pueblo una sarta de nuevos alumbramientos –hembras y muchachos por igual-, sin apenas varones que los cubriesen y a los que se les asignasen, (que ya quisiera la Virgen María), que diríanse cortados todos por dos mismos patrones, decidieron los asociados no hacerse cargo, negar con vehementes gestos de cabeza la obviedad, y no repartir un solo real entre las nuevas reatas.
Y siguieron follando todo lo que quisieron y les iban dejando, que no se les daba mal, por lo visto, y escaseaban para las féminas las oportunidades, pues varones, propiamente dichos, que armasen o hubiesen armado, o estaban bajo unos cuantos palmos de tierra, o tenían que importarlos de pueblos circundantes.


Y apostada la Guardia Civil –de aquellos tiempos- en la entrada y en la salida del pueblo, que tanto servían para lo uno como para lo otro ambos puntos en función de por dónde se llegase, para evitar precisamente que se diese una de las opciones claras de ayuntamiento para ellas, que era la corriente migratoria interlocal, y de paso llevarse, los voluntarios, que abundaban y se pegaban entre ellos, alguna descarriada o despistada por
delante, de las que se perdían entre las viñas y las que se salían de la trocha.
Porque haberlas, habíalas.
Y no daban abasto.
Y sin miedo ni cuita.
Hasta que el Comandante del puesto, bajo la protección del señor alcalde, untado por él y a su recaudo, tuvo que dar público escarmiento a uno de sus mejores hombres, a uno de sus más bravos –que de la bravura muchas estaban en disposición de dar fesoldados, superviviente de muchas batallas en diversos frentes, que dobló malherido y murió después desangrado, a los tres días, pues nada pudieron hacerle para que

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Los miserables

 

 

 

 

 

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